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Gastritis como Marca

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No es que quiera justificarme, pero ¿en qué momento me convertí en una bola de pesares?


Cuando era chico, antes de que me brotaran granos y empezara a tomar las dimensiones que hoy ocupo, mi cuerpo y yo éramos motivo de los mejores elogios. Corría como un gamo, era el campeón oficial de las competencias ciclistas que mi monumental hermana organizaba. No es por comparar, pero cuando llegábamos de la escuela, mientras ella trabajosamente subía las escaleras con su mochila al lomo, yo me movía a la velocidad de la luz. Cuando mis padres y yo ya íbamos por el segundo plato, hacia acto de aparición mi pobre hermana, con la lengua de fuera y su cara de manzana. Mi mamá solía decir cuan raudo y veloz había salido yo. Una joyita, decía muy orgullosa cuando estaba con sus amigas. Ahora – y conste que sólo me lo confieso a mí mismo- aquello parece un mal cuento.


Como suele ocurrir, pasó el tiempo. Mi esbelta humanidad tuvo que enfrentar todos los trances de este mundo. Terminando la universidad, salí de mi casa con sangre de ganador corriendo por mis venas. Mis alas refulgían, se abrían poderosas al mundo a mis pies. Una pulsación de ser mejor que los otros me hizo estampar mi firma sin chistar en el contrato de trabajo de una empresa transnacional. Me casé, me divorcié, me casé otra vez, me divorcié de nuevo. Tuve dos hijos de la primera camada, uno de la segunda. Crecieron tan rápido que sólo persisten en mi recuerdo dos o tres escenas de su infancia. La empresa se convirtió en el único vertedor de amigos para mí. Grandes compañías, grandes trofeos. No cualquier hijo de vecino es enviado a Noruega a cerrar un negocio. Ni recibe una capacitación de alto nivel en Nueva York.


Algún día sentí que mi vida subía como la espuma de esta cerveza en la que hoy vierto mis lágrimas de gordo cocodrilo. Así me dijo mi odiosa hermana (gordo, no cocodrilo) con una sonrisa satisfecha, cuando llegué de visita a casa de mis padres. Estoy seguro de que soltó esas palabras hirientes por mero resentimiento. Visito poco a la familia. Viajo y trabajo todo el tiempo. Su vida, por otro lado, ha sido demasiado simple para mi gusto. Desde hace algunos años, tiene la loca idea de hacer velas y otras cursilerías. Sé que ya tiene tres tiendas, pero no conozco ninguna. A qué horas me daría tiempo para eso. Ella se envanece al hablar de la libertad, de todo lo que puede hacer con su vida y con sus velas. Cuando voy a ver a mis padres, llego de entrada por salida, le llevó algunos regalos a mi madre y muy pocas veces me toca ver a mi odiosa hermana que, dicho sea de paso, ha cambiado mucho. La última vez me sorprendió ver su agilidad. Como sí el tiempo se hubiera detenido para ella y hubiera hecho estragos en mí. Algunos enemigos empiezan a rondar mi cuerpo, cuando el de ella parece cada vez más joven. Habló en esa ocasión de su hijo hasta por los codos y, claro, preguntó por los míos, mi padre murmuró algo de la importancia de la familia, mi madre se limitó a decirme que comprendía que yo era un hombre muy ocupado, pero que de todos modos me quería. No supe qué decir de mis hijos; es imposible seguirle la pista a todo. Me dediqué a dar los datos importantes. El pago de las escuelas y cosas así. Ellos, instigados por la malsana curiosidad de mi hermana, querían saber más. Siempre ha sido entrometida. Las visitas con la familia se estaban poniendo un tanto incómodas. Deje de frecuentarlos.


Mejor pido otra cerveza. Al fin que para eso trabajo. No me falta compañía.

Los compromisos llenan mi mundo. Un malestar en el estómago, ese piquete conocido, me hace cancelar la orden de la cerveza. Veo el fútbol. Las noticias. Reviso algunos correos. La agenda que mi asistente siempre tiene al día. Nunca estoy solo. Por la tarde, mientras espero mi vuelo, me daré unos minutos para saludar a mis hijos, esos jóvenes que apenas reconozco. La magia de la tecnología acerca los corazones. El mío quiere decirme algo. Repiquetea como teléfono viejo desde hace unas semanas. Golpetea mi pecho a ratos, como si estuviera empeñado en recordarme algo. Últimamente me distraigo, algo impensable en los buenos tiempos. Una magia perversa hace que ni me acuerde en qué ciudad me encuentro y que algunas nefastas escenas crucen mi mente en forma de dolorosas centellas. Intento espantarlas como se hace con las moscas. Mi hermana ha de estar detrás de todo esto. No es natural que cosas así sucedan. No tiene lógica.


No voy a llorar. Los hombres trabajan. Luchan. No se quejan. Siguen adelante. Si no lloro, nomás me acuerdo.

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